La realidad virtual se encuentra cada vez más presente en nuestra sociedad. Este escenario proporciona al usuario la sensación de estar inmerso en él
La realidad virtual se encuentra cada vez más presente en nuestra sociedad. Su empleo está asociado a la innovación tecnológica en diferentes ámbitos:
- en la industria del entretenimiento –en particular, de los videojuegos–,
- en el ámbito del turismo –al permitir minimizar el impacto sobre entornos reales–,
- y en el sector de la salud, con el objeto de tratar ciertas enfermedades y dolencias.
Hoy más que nunca, la pandemia nos ha obligado a vivir virtualmente, desarrollando buena parte de nuestras actividades cotidianas delante de una pantalla de ordenador.
Cuando hablamos de realidad virtual, nos referimos a un entorno de escenas y objetos de apariencia real generado mediante tecnología informática. Este escenario proporciona al usuario la sensación de estar inmerso en él, ya sea a través de gafas, cascos o guantes con sensores.
El carácter innovador de estos dispositivos hace que espontáneamente los asociemos con nuestra sociedad hipertecnologizada del siglo XXI. En efecto, la realidad virtual emerge con el desarrollo de los sistemas informáticos, pero lo cierto es que sus orígenes pueden rastrearse muchos años antes. Remontarnos a sus inicios nos permite conocer cuándo y por qué surge en el ser humano el interés por crear entornos inmersivos de simulación.
El inicio de la virtualidad
El origen de la realidad virtual se remonta a un contexto histórico en el que se dan dos condiciones: el interés del ser humano por doblegar sus limitaciones espaciotemporales y la creencia en la tecnología como herramienta de progreso. Ambas circunstancias se remontan al siglo XIX.
Es en la segunda mitad de la centuria cuando novelistas como Julio Verne proponen una vuelta al mundo en ochenta días, tiempo récord para la época, así como viajes a la Luna y al centro de la Tierra. El ansia del ser humano por escapar a su naturaleza acotada espacial y temporalmente le conduce a fascinarse por los viajes al pasado, al futuro y a contextos geográficos lejanos.
Es también en el siglo XIX cuando, en pleno auge de la industrialización capitalista, se apela a la tecnología para materializar escenarios como los imaginados por la literatura, lo que se lleva a cabo mediante entornos inmersivos de simulación que recrean contextos concretos.
Hasta ese momento, la inmersión se había generado a través del arte de la pintura, con mayor o menor pretensión realista. Es el caso de la Villa de los Misterios pompeyana del s. I a. e. c. o la Sala de los Gigantes del Palacio del Té de Mantua, realizada allá por el siglo XVI.
No será, en cambio, hasta el siglo XIX cuando se aplique la tecnología a la conformación de una inmersión realista. Emerge entonces la idea de que cualquier experiencia, pasada o futura, puede ser replicada mediante la tecnología. Se populariza así un dispositivo específico que genera un entorno inmersivo de 360 grados que afecta a la totalidad del campo visual del espectador. Es el conocido como panorama.
El público, ubicado en el centro de un cuadro gigante, queda herméticamente rodeado por paisajes agrestes, vistas de ciudades o escenas bélicas. Estas telas viajaron por diferentes ciudades europeas cosechando gran éxito de público. Se calcula que por ellas pasaron casi 100 millones de visitantes. En ciudades como París, Berlín o Barcelona se instalaron edificios cilíndricos para acogerlas, también denominados panoramas, algunos de los cuales todavía se conservan.
Viajar por el Mediterráneo desde las orillas del Sena
El panorama circular evolucionó a lo largo del siglo hacia versiones más sofisticadas. Así, a finales del siglo XIX emerge el panorama multisensorial, que puede entenderse como el antecedente más inmediato de la realidad virtual. El panorama multisensorial aspiraba a afectar no únicamente al sentido de la vista y a la totalidad del cuerpo a través de la inmersión, sino también al resto de ámbitos sensoriales.
Un ejemplo de panorama multisensorial es el Mareorama, que recreaba un viaje en barco por el mar Mediterráneo. Se presentó al público como parte de la Exposición Universal de 1900 celebrada en París, y consistía en una estructura gigante de 33 metros de largo en forma de barco que podía albergar hasta 700 personas. Era móvil, de modo que simulaba el movimiento de las olas del mar –las mareas a las que alude su nombre–, y lo hacía de un modo tan realista que llegaba a producir mareos entre el público.
Alrededor de esta plataforma se desplegaban telas pintadas con vistas de las ciudades por las que el barco “discurría”: Estambul, Venecia, Nápoles… Al mismo tiempo, el personal que hacía de tripulación vaporizaba esencias marinas y una orquesta interpretaba música inspirada en las melodías tradicionales de las diferentes geografías del “viaje”, aportando así estímulos para los cinco sentidos.
Gracias a la inmersión sensorial proporcionada por los panoramas, el público sentía que desde la ciudad de París podía tener acceso a cualquier otro lugar del planeta, realizando en media hora un viaje que en la realidad le habría llevado días.
La imaginación no entiende del paso del tiempo
Nuestra sociedad actual es, en buena medida, heredera de la convicción de que la tecnología puede brindarnos logros en otro tiempo insospechados, como un viaje virtual en avión, recrear el aspecto original del antiguo Coliseo de Roma o afrontar misiones en escenarios distópicos, según proponen exitosos videojuegos.
El Mareorama puede parecer un artefacto muy alejado de estos dispositivos de realidad virtual modernos y, sin embargo, no resulta del todo descabellado pensar que los simuladores de vuelo queden también obsoletos en unos años respecto a la tecnología venidera.
Pervive, en cambio, en nosotros, la fascinación que producen algunas utopías todavía no realizadas: el viaje al centro de la Tierra de Verne o los patinetes y coches voladores que la película Regreso al futuro II pensó para el año 2015 con unos efectos especiales propios de los años 80 y que, vistos hoy en día, nos parecen algo desfasado. El atractivo que siguen suscitando estos imaginarios puede que se deba tal vez al hecho de que, al contrario que la tecnología, la imaginación no tiene fecha de caducidad.
Este artículo fue originalmente publicado en The Conversation por Sonsoles Hernández Barbosa, profesora Titular en Historia del Arte, Universitat de les Illes Balears
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