En su restaurante venezolano, Edwin le sirve comida típica de su país y ofrece un espacio de familiaridad y comunidad para sus compatriotas.
Escucha nuestro especial sobre Edwin, un venezolano que sirve familiaridad y comunidad en su restaurante.
Hazel Zamora
Edwin fue profesor de música durante 15 años y nunca pensó que iba a vivir de la cocina. Menos en México. En sus 43 años de vida, se ha reinventado tantas veces como lo ha forzado la volátil economía de su país natal, Venezuela.
“En las crisis es cuando tú resuelves lo mejor de ti, sacan lo mejor de ti”.
Edwin ha sido músico, educador, agricultor, vendedor, taxista y en su última reinvención, cocinero de comida venezolana en el “Mercado Beethoven” de la colonia Peralvillo, al norte de la Ciudad de México.
“Entonces, pues sí, yo cocinaba un poquito bien, supongo y ahora cocino un poco mejor”.
Seguro conoces otros restaurantes de comida venezolana, pero el negocio que dirige Edwin se distingue por ser un respiro para las personas migrantes que como él se han incorporado a las colonias populares de la ciudad mientras esperan los trámites para continuar su camino hacia Estados Unidos.
“Nosotros hacemos comida venezolana y está bien porque es nuestra idiosincrasia, pero también entendemos que no todos los inmigrantes que pasan por aquí están establecidos, vienen muy medidos y en realidad, mi hermano, a nadie le falta a Dios en este mundo. Todos tenemos derecho a comer lo que nos gusta, no importa si lo podemos pagar”.
Para encontrar su local, debes adentrarte en el penúltimo pasillo del mercado. Escondido entre carnicerías, pastelerías y fondas de comida mexicana, sabrás que estás en el lugar correcto cuando veas colgada la bandera de Venezuela.
Hay una barra que separa a los comensales de la modesta cocina conformada por una parrilla y dos ollas para hacer la comida.
En la pared, está pegado el menú con imágenes ilustrativas de las arepas, tequeños, empanadas, tajadas, el patacón y el pabellón. Aquí todo es auténtico y una persona no gastará más de 100 pesos.
“Esto es como un turismo gastronómico. Vas a ir a comer a Venezuela, pero aquí sentadito en el Mercado Beethoven”.
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A Edwin lo ayuda en la cocina Miguel, un joven venezolano que también está de paso. Es alto, corpulento y siempre bromea con las personas locatarias del mercado. Él se encarga de comprar los ingredientes, cortar las verduras y entregar los pedidos.
“Yo no sabía que tenía un talento que era de picar al niño y que hacer repollo y hacerle la ensalada rápido. En realidad, yo más bien era trabajar con transporte en Venezuela. […]
Lo que pasa es que por lo menos nosotros que tenemos tierrita y nos dedicamos a la siembra, pues yo duré 7 meses en la finca y tenía que hacer la comida de los obreros, porque tenía sembrado era eso, pero uno aprende viendo”.
Desde las ocho de la mañana sirven desayunos, es de los primeros locales en abrir, pues a diario recibe familias que en ocasiones tienen horas de haber llegado a la capital. Hay migrantes que se esfuerzan en ahorrar parte de su sueldo para deleitarse con su comida una vez a la semana; otros, tienen la posibilidad de venir a diario.
Como sea, este grupo de personas comparte la misma intención: saborear ese platillo que los transporta al lugar que abandonaron.
“Las personas lo ven es como un refugio. Más bien, como un alivio, porque muchos de nosotros venimos pasando situaciones muy difíciles. Por lo menos yo cuando llega una persona nueva, pues ya yo sé que él va llegando porque se le nota a la persona. Tiene en su cara esa expresión de incertidumbre, de cansancio… porque es una mezcla de emociones que tienes allí. No sabe qué le va a pasar, no sabe qué hacer, no tiene trabajo.
El caso es que una vez que las personas llegan como que ya cuando tú le saludas: “¡Hola, mi hermano, cómo estás? Mira qué pasó mi hermanito, contáme, ¿cómo está? y ¿qué queréis comer?”. Lo primero que hacen, se ríen, dicen “¿qué, maracucho?”.
Maracucho es el gentilicio de Maracaibo, una ciudad de Venezuela.
– ¿Qué pasó hermanito? ¿Cómo está?
– Bien y vos.
– Mi hermano vení, sentáte ¿qué vas a comer?
– ¿Qué tenéis?-
Entonces, uno les dice “mira, tengo pabellón, tengo empanadas, tengo patacón, tengo tequeño”. Le vais dando los platos y ellos como que les va cambiando la expresión de la cara, porque no es solo comida. No es solo comida.
Cuando te sientas en una sillita de la barra, de repente, ya no te sientes en la colonia Peralvillo, estás en otro país. Las conversaciones fluyen como líneas telefónicas cruzadas. ¿Cuánto tiempo han esperado la cita del CBP One? ¿Es mejor renovarla cada semana? ¿Ya consiguió alojarse la familia venezolana que llegó anoche? ¿Qué guiso se servirá en la comida?
Hablan rápido y usan expresiones particulares de su región. A veces ni siquiera comprendo de qué están hablando. Pero ellos están con los suyos.
“Ellos empiezan a usar expresiones más conocidas “¡Concha! ¡Ay, hermano! ¿Qué tiene? Tengo petacón, tequeño con palta ¡Coño!”. Dependiendo de lo que haya durado tu travesía -tres meses, dos meses, 15 días puede ser- hay gente que tiene dos meses que no se come, por ejemplo, un pabellón o una arepa.
Mira, sí es difícil salir de tu país. Es muy difícil dejar a tus hijos, dejar a tu familia, tu mamá, nosotros salimos con una cantidad de sentimientos que ni los podemos manejar. A eso le tienes que sumar toda la travesía que hacemos que es muy difícil y después de eso le vas a sumar también que estás comiendo toda la comida que no conoces, que en tu vida se te había ocurrido, que la habías escuchado solo en televisión, ni siquiera suponías cómo sabía. Entonces empiezas a comer comidas que no conoces, te va dando como ese sentimiento de… Es como un desarraigo, algo así como que te sientes tan lejos de tu casa”.
Ese desarraigo que describe Edwin lo han experimentado más de 7 millones de personas que se estima abandonaron Venezuela desde 2015. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) indica que es el flujo migratorio más grande del mundo junto con el de Siria.
En México, el ingreso de personas originarias de Venezuela alcanzó su récord en 2023. Ese año de las 782 mil personas en situación migratoria irregular que registró la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la mitad fueron venezolanas.
El restaurante venezolano en México que conecta con mamá
Hace ocho meses que Edwin está en la Ciudad de México y para sobrevivir, consiguió empleo en los mercados de Tepito, La Merced y finalmente en Peralvillo.
Sus hermanas, que tenían más tiempo de haber migrado, fueron las que tuvieron la idea de vender comida venezolana.
“Yo me voy con mi hermana, rentamos los dos y empezamos con el restaurante. Allí pues le salió su visa a mi hermana y ya se fue. Me quedé solo. Pero así fue que empezó y ya después no sé si es que en realidad es que cocino bien porque pues sí, va mucha gente a comer.
Hay gente que llega en las mañanas, toma café y se queda sentado para el desayuno. Y hay gente que llega al desayuno y espera el almuerzo. El caso es que sí se sienten como en casa”.
Cerca del mediodía, Gustavo, un hombre delgado, de piel morena, con una sudadera roja, llega al restaurante cargado de mochilas y una pañalera. Lo acompañan su hijo de tres años y su suegra. Tienen una noticia para compartir.
“Bueno, fíjate, otro venezolano-mexicano. Viste, nació su hijo.
Gustavo: Nació en la madrugada”
Gustavo migró con su familia cuando su esposa presentó su embarazo. Habían intentado montar un negocio de abarrotes en Venezuela, pero iban contracorriente a la inflación.
“Mañana se te acabó la mercancía, mañana compras, pero no vas a comprar a un dólar, vas a comprar a tres dólares. Entonces sube la inflación, es horrible, no podía. Todas las cosas suben, suben, suben y el sueldo, en vez de subir, no, va al sueldo acá abajo”.
Este día la familia ha decidido honrar el nacimiento del bebé con un plato típico venezolano: el pabellón. Una mezcla de frijoles, arroz, carne deshebrada y plátano frito. Piden dos órdenes. pero Edwin sirve para tres.
“Incluso no sabía de esto y una amiga fue la que dijo “hay un venezolano en el mercado”. Y vi la banderita, “aquí es”, dije. Desde que la probé he venido para acá, cuando puedo, porque a veces conseguir la plata es fuerte, comer en la calle es fuerte, se gasta.
Hazel: ¿Qué te conecta cuando vienes a comer acá?
Gustavo: Mi casa, la comida de mi casa. Mi mamá.
Edwin: Eso es lo único que a mí me molesta, que todos me comparan con su mamá. Nunca es con un tipo fisicoculturista, así fuerte y musculoso, siempre es con la mamá.
Gustavo: Pero es que está el sazón, mi hermano”.
Y es que la comida alimenta los recuerdos del lugar que dejaron para buscar una vida digna. Comer les hace sentirse cercanos a sus seres queridos, evoca la sazón de sus madres, la nostalgia de la infancia y les brinda consuelo cuando su camino migratorio no marcha como quisieran.
Pero las recetas que son un abrazo para tantas personas también producen sentimientos encontrados en Edwin, porque son las mismas que preparaba para sus hijos.
“Ellos cocinaban conmigo, porque se reían mucho conmigo, echaban broma conmigo y yo le ponía nombres raros a la comida para que ellos se la comieran. Ellos sí sabían que era la misma comida que no querían comer, pero la comían solo por complacerme y por reírse”.
Esos recuerdos entrañables hacen que Edwin sirva cada plato con humor y sensibilidad.
“Imagínate cuando tú tienes un producto, cuando tú haces algo y tienes la certeza de que alguien se dio a la tarea de apartar una cantidad de dinero para ir a comer tu comida, en este caso. Tú sabes que es algo importante para él, entonces para mí eso es mucho más importante. Lo atiendo de la mejor manera, lo hago con todo el amor del mundo”.
Solidaridad migrante que nació en la mesa
El restaurante de Edwin ha desencadenado procesos que él nunca imaginó.
El principal es una solidaria comunidad de migrantes que comparte información sobre los engorrosos trámites migratorios y las necesidades que requieren para sobrevivir en esta ciudad que desconocen.
“Ahí se maneja cualquier cantidad de información. Mira lo que dijo Biden, que cerró la frontera. Mira que el otro dijo, que mira el CPB One no está funcionando, se cayó esta mañana la página y no abre, porque la gran mayoría de los que van a comer allí están esperando su permiso para pasar a Estados Unidos”.
La desinformación lleva a las y los migrantes a caer en promesas falsas de oportunidades laborales, pagar por trámites engañosos o les dificulta acceder a derechos como la movilidad, la salud y la vivienda.
“Es como extraoficial o que no está contemplado en el menú, pero la gente llega ahí y después que comen preguntan, “mira, yo estoy buscando renta”. O sea, es que hasta renta se consigue, porque va un amigo y me dice “hey ahí hay un departamento para rentar o es que ya lo estoy rentando”. Entonces dentro de media hora me llegaron aquí “Mira ven, él está rentando un departamento”, y ya consiguió el inmigrante una casa”.
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Por un momento se me hace costumbre visitar a Edwin para entrevistarlo, doy por hecho que es parte de las opciones culinarias que ofrece el Mercado Beethoven, pero Miguel me recuerda que es efímero.
Mientras cortaba un repollo en tiras, me contó que consiguió su cita para solicitar asilo en Estados Unidos. En unos días, dejará de trabajar en la cocina.
H: ¿Cuánto tiempo llevas esperando la cita Miguel?
M: Llevo tres meses y 12 días más o menos. Mi hermano siempre está pendiente de la cita. Pero de que le hago mi gente que no voy a ver si me salió todos los días, no lo hago. Siempre Diego está el teléfono o él viene cuando estoy y recibo la noticia, que es que es la cita, pero yo no le creo porque pienso que me están echando broma, y bueno, resulta que cuando veo la pantalla del teléfono es verdad, dije yo: el tiempo de Dios es perfecto”.
Actualmente la aplicación móvil CBP One es el único medio para solicitar asilo en Estados Unidos. Funciona bajo un sistema que asigna citas al azar para presentarse en puntos de entrada de la frontera. Es como una lotería para las personas migrantes.
Sin embargo, la mayoría queda en incertidumbre porque pasan meses sin obtener respuesta.
En ese umbral se encuentra Edwin. Ha visto partir a sus hermanas y ahora es el turno de Miguel, pero eso no lo desanima, pues hace rendir cada minuto del tiempo que pidió prestado a sus hijos.
A diario abre la cocina que le ha permitido sostener su estancia en México y la vida de su familia en Venezuela.
“De repente llega una persona hoy y mañana o en cuatro días tiene su cita. Y los veo que llegan aquí, porque los veo pasar, vienen a comer aquí y llegan y llegan y se van y se van y yo sigo aquí, pero ¿por qué a mí no me sale? Bueno, Dios sabe porqué hace las cosas de repente, no sé, tengo que aprender algo aquí. Tengo que hacer algo aquí. No soy muy religioso, pero sí creo que hay un poder superior y de repente tienen otra idea para mí, otra intención diferente a la que yo tengo.
Pero mientras estamos aquí tenemos que trabajar, porque nosotros no tenemos dinero. Tenemos que trabajar muy duro en lo que sea y tratar de dejar una huella positiva, tratar de dejar lo mejor de nosotros aquí”.
Edwin sueña con continuar vendiendo comida venezolana en Estado Unidos, pero como él bromea, quizá se convierta en zapatero, pues se volvería a reinventar si así lo requieren sus condiciones.
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