La violencia patrimonial, así como las demás ejercidas contra las mujeres, puede ocurrir en el ámbito laboral, escolar, comunitario, familiar o de pareja. Según datos de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares 2016, en México 29 por ciento de las mujeres de 15 años o más sufrieron violencia patrimonial o económica en algún ámbito de su vida.
Nayeli Valencia
Gilberta Espinoza Hernández tendría 64 años, haría labor social como entregar comida en hospitales, visitaría a sus 10 nietos y cuatro bisnietos, quienes de cariño la llamaban “mamá Gil”, y radicaría en el Estado de México, uno de los lugares más peligrosos para vivir y ser mujer.
Sin embargo, en esa entidad, donde solo el 0.59 por ciento de carpetas de investigación acaban en sentencia, Gilberta fue asesinada para despojarla de un inmueble. Hubo violencia patrimonial que llegó a su forma más extrema de violencia de género: el feminicidio.
Además de las violencias psicológica, física y sexual, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, publicada en 2007 en el Diario Oficial de la Federación, tipifica otra que usualmente es invisibilizada: la patrimonial.
A ella se refiere como “la transformación, sustracción, destrucción, retención o distracción de objetos, documentos personales, bienes y valores, derechos patrimoniales o recursos económicos destinados a satisfacer sus necesidades y puede abarcar los daños a los bienes comunes o propios de la víctima”.
La violencia patrimonial, así como las demás ejercidas contra las mujeres, puede ocurrir en el ámbito laboral, escolar, comunitario, familiar o de pareja; tiene diversas manifestaciones y no implica que se excluya a los demás tipos de violencia contra una víctima.
De hecho, según datos de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares 2016, en México 29 por ciento de las mujeres de 15 años o más sufrieron violencia patrimonial o económica en algún ámbito de su vida. La cifra fue sólo cuatro puntos porcentuales menor que la violencia física ejercida contra las mujeres.
En el caso de Gilberta, como en el de otras adultas mayores, una edad avanzada no las exenta de ser violentadas, sino que se trata de un “proceso acumulativo de desventajas en su vida, pero que en la vejez se acrecienta por una salud deficiente, condiciones de pobreza y de discriminación”, como advierte la investigadora en Ciencias Médicas, Liliana Giraldo en su artículo “El maltrato hacia las personas adultas mayores” del Instituto Nacional de Geriatría.
Esta suma de desventajas puede poner a ese sector de la población en mayor riesgo de distintos tipos de violencia, desde el maltrato físico, psicológico, abuso sexual hasta la explotación financiera o violencia patrimonial, que en su grado extremo llevó al asesinato de Gilberta.
Desde su infancia, Gilberta Espinoza sufrió violencia familiar por parte de su madre y sus tíos, malos tratos que se extendieron en su vida adulta con su exesposo Manuel, de quien se estaba divorciando al momento de su desaparición. De acuerdo con Lidia Fernández Espinoza, Manuel le había cedido a su madre parte de un inmueble que renta y genera ganancias.
Lidia vio por última vez a su madre el 17 de marzo de 2019, al día siguiente iniciaron su búsqueda, y apenas diez días después, el 28 de marzo, encontraron su cuerpo.
Ella y su hermana Natalia señalan a su medio hermano Gabriel, y al exmarido de su mamá, Manuel, como los presuntos responsables de la desaparición y asesinato. Explicaron que en un video, en poder de las autoridades, se observa cómo los hombres presuntamente sustrajeron a Gilberta de su domicilio e incluso hay testigos, pero tienen miedo a declarar.
Con las pistas que ellas mismas han recabado, las hijas de Gilberta exigen un avance en la investigación y señalan que si en el Ministerio Público desde un inicio hubieran hecho su trabajo probablemente su madre no sería un caso más de feminicidio.
Natalia señala que incluso recibió una llamada anónima en la que le informaron sobre una dirección donde supuestamente se escondía su hermano Gabriel. En el domicilio, una mujer reconoció una fotografía del hombre, sin embargo, el Ministerio Público, menospreció la pista.
Para acelerar el proceso las autoridades les han sugerido cambiar la tipificación del delito, de feminicidio a privación de la libertad, en lo que emiten una orden de aprehensión. Ellas solo quieren terminar su proceso de duelo.
El de Gilberta no es un caso aislado, ni mucho menos para las mujeres de un sector en el que se invisibiliza aún más la violencia: el indígena. Ellas sufren una triple discriminación por el hecho de ser mujeres, por su etnia y por su condición económica.
También para sus casos, la ineficiencia, la invisibilidad y la impunidad han sido constantes, reconocen en un informe conjunto la Secretaría de Gobernación, la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres y el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.
Martha Figueroa, integrante del Colectivo de Mujeres, en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, narra cómo las mujeres indígenas en la región son respetadas y reconocidas por su labor como parteras y “líderes naturales”. Sin embargo, en el ámbito familiar sufren violencia patrimonial.
Para las mujeres de estas comunidades, la violencia también se ejerce en ámbitos familiares e institucionales y puede llegar a la forma más extrema: los feminicidios, que en el mundo suman 137 diarios a manos de un familiar, señala ONU Mujeres.
Sobre este delito tipificado en el Código Penal Federal ante la necesidad de reconocer asesinatos contra mujeres por una violencia histórica, sistemática, estructural y generalizada, Martha recuerda algunos casos motivados por intereses patrimoniales.
Rubí Nolasco, coordinadora de la Casa de la Mujer Indígena en Tlaola, Puebla, señala que la violencia contra las mujeres siempre es gradual y su normalización representa una lucha constante debido a los roles de género, donde se pone a ellas al servicio de los demás.
Sin embargo, para el caso de las mujeres indígenas, enfatiza en que es indispensable tener políticas públicas interculturales y acordes a los contextos.
Rubí Nolasco y Martha Figueroa coinciden en que el acceso a la justicia para las mujeres empeoró con la pandemia de Covid-19, debido a que las autoridades argumentan que sólo atienden los casos que, a su parecer, son urgentes.
Ante este adverso panorama, hacen un llamado a las mujeres a romper el silencio, recobrar el poder y exigir que se respete un derecho humano fundamental: el derecho a la vida.