Compañeros:
No hay coincidencias, pero sí hay simetría. Perdimos la inocencia el mismo día, con 32 años de distancia, y eso, de alguna manera, nos vuelve cómplices.
Nos hermana el miedo, la tragedia de sabernos vulnerables, la triste certeza que implica saber que la muerte acecha a la vuelta de cualquier instante.
Nos unen las dudas de todos a determinada edad: ¿hacia dónde voy? ¿qué es lo que quiero? ¿Por qué aquí? ¿Por qué así?
Nos ampara la angustia de no haber caminos y el breve exilio que nos otorgan las fugas a mano: un walkman, los cómics, el internet, los videojuegos.
Pero también nos junta una ciudad que nos rebasa, que habitamos y que nos habita, que se instala sobre un lago entre el orgullo y el desprecio, que nos ofrece sus calles y plazas para que pongamos coordenadas en la cartografía de los deseos.
Y, desde el pasado martes y hasta ahora, nos une el impulso de sobrevivencia, ese que al primer coletazo de las placas tectónicas nos obligó a movernos, a buscar un lugar seguro, a pasar lista rápida a los seres queridos y decir en el fondo: Salvación por mí y por todos mis amigos.
Nos junta el asombro ante la urbe herida, la incredulidad, el polvo en la cara y picando la garganta, el movimiento involuntario de las piernas y las manos, el terror primigenio a que llegue la noche y no haya refugio, ni luz, ni alimento.
Nos acerca ese resorte que viene después del espanto. La voluntad de ayudar, de ser útil, de abrazar a quien lo necesita, de ofrecer nuestro hombro al primer llanto, de sacar piedras con las manos, de buscar entre los escombros señales, quizá, de nuestra propia vida.
Nos incluye el cansancio y el insomnio, las pesadillas dosificadas, el llanto acumulado.
Compañeros: nos tocó crecer rápido y sin delicadezas. Dos minutos después de la hora fatal, ya no somos, ya no fuimos los mismos.
Ojalá, compañeros, que entre todo lo que por el momento nos une, haya sitio en el futuro para compartir la memoria como el pan y el vino.
Querámoslo o no, esta cicatriz nos atraviesa a todos, nos marca de aquí pal real. La encontrarán tirada en el pavimento, cruzando un rostro ajeno, instalada en la piel, acurrucada en un rincón del espejo.
Gracias, compañeros, por portarse a la altura de la tragedia que nos une. Gracias por amar tanto a nuestra metamórfica y fascinante ciudad, “amplia y dolorosa”, como decía el poeta. Seguimos juntos en esta nave de cantera que no deja de moverse. Buen viaje y buena suerte. Y que nunca nos una el olvido.
Juan Solís.